Una historia de auto-destrucción basada en un clásico gallego
‘La isla mínima’ y ‘El niño’ son dos ejemplos recientes del interés que viene mostrando el cine español por las realidades locales, en este caso por Andalucía, en el sur de España. ‘A Esmorga’, la película intensa y sin concesiones de Ignacio Vilar, hace lo propio por Galicia, en el norte. Su rodaje en gallego constituye además un hecho aislado. La película se basa en la singular, desesperada y surrealista historia de tres hombres desengañados que emprenden un patético viaje hacia la auto-destrución, historia que narra la novela homónima de Blanco Amor, un clásico de la literatura gallega, cuya primera edición fue censurada por el franquismo y cuya fuerza, al igual que en la película, radica en lo que queda por decir.
El título es prácticamente intraducible y significa algo así como ir de farra.
Por el momento, la película se ha estrenado sólo en Galicia con un éxito difícil de reproducir en el resto de España, a partir de marzo de 2015.
Con todo, los festivales ávidos de obras singulares y genuinas que les otorguen una verdadera relevancia deberían congratularse por ‘A esmorga’. Mírese por donde se mire, la vida en la Galicia de los años 50 bajo el régimen franquista era harto difícil y el director, que manifiesta un profundo respeto por el texto original, captura casi físicamente la humedad, la opresión y la pobreza que condicionaban en aquel momento muchas vidas. Cibrán (Miguel de Lira) es un obrero que se arrejunta con la Raxada (Melania Cruz), con la que tiene un hijo.
Una mañana, de camino al trabajo, es abordado por dos amigos borrachos, Bocas (Karra Elejalde, cuya fama se disparó este mismo año tras el éxito de ‘8 apellidos vascos’) y el atormentado Milhomes (Antonio Durán “Morris”). Renegando, Cibrán se une a ellos en su deambular incierto por la zona, dejando tras de sí un
rastro de (auto)destrución. Hacen un alto en la taberna de la recia tía Esquilacha (Covadonga Berdiñas), quien acomoda los pies de Cibrán sobre sus senos en un intento de aliviar el dolor provocado por los sabañones; entran en la vivienda de un cacique local recientemente llegado de Francia, donde Bocas se enamora de la misteriosa mujer de la ventana; llegan a un pazo que Cibrán, ya ebrio, incencia accidentalmente; se hacen echar a patadas de un prostíbulo; galantean con una mujer pueril y enajenada, Socorrito (Sabela Arán), quien saca a pasear cada mañana un muñeco en un carrito. Y todo esto, con la benemérita pisándoles los talones –Milhomes es sospechoso de haber matado a un hombre en unha trifulca en una aldea vecina.
Poco a poco, una agorera sombra se instala sobre su surrealista camino sin tino: nada bueno puede suceder, sobre todo cuando la sexualidad reprimida de Milhomes perturba sin cesar a el Bocas de un modo que ninguno de los dos hombres puede entender. Parece obvio que Bocas y Milhomes han emprendido una especie de misión suicida bajo los auspicios de la borrachera a la cual el pobre Cibrán se ha sumado sin saberlo. El alcohol es para Cibrán un refugio de lo que él mismo denomina “el pensamiento”, una terrible lucidez que le hace ser consciente de su sórdida existencia.
Todo ello aderezado con un crudo retrato de una región de España que curiosamente fue abandonada y oprimida por las autoridades, nunca visibles pero que dejan en las gentes una huella indeleble. En otras palabras, ‘A esmorga’ es una película política sobre la actual crisis financiera.
La fotografía de Diego Romero Suárez-Llanos capta con maestría el amplio abanico de colores y texturas de Galicia, compuesto de oscuridad, lluvia, musgo y piedra en distintas proporciones. Las condiciones atmosféricas son duras pero lo que verdaderamente destaca en la cinta son las interpretaciones de los actores, todos gallegos excepto Elejalde. De manera superficial, los personajes son o se han convertido en poco menos que animales y son siervos de sus instintos. Pese a ello, sus actos nos recuerdan constantemente el sufrimiento de su pueblo al tratar de comportarse como seres humanos cuando, en muchos casos, eso les está prohibido.
A la película le sobran ciertamente 20 minutos: hay momentos en los que se concede demasiado tiempo a las diabluras del trío de borrachos, como si Vilar quedase hipnotizado por las soberbias interpretaciones. (Cabe señalar que con esta obra Vilar da un salto cualitativo en su carrera como director). La sencilla y eficaz música de Zeltia Montes, compuesta para piano en tonalidad menor se usa con una discreción que suele contrastar por su melancolía y contundencia con los excesos de nuestros tres anti-héroes en una espiral sin retorno.